Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
LA FLORIDA DEL INCA



Comentario

CAPÍTULO XV


Cuenta las grandezas que se hallaron en el templo y entierro de los señores de Cofachiqui



Los castellanos hallaron el pueblo Talomeco sin gente alguna porque en él había sido la pestilencia pasada más rigurosa y cruel que en otro alguno de toda la provincia, y los pocos indios que de ella escaparon aún no se habían reducido a sus casas. Y así pararon los nuestros poco en ellas hasta llegar al templo, el cual era grande, tenía más de cien pasos de largo y cuarenta de ancho. Las paredes eran altas, conforme al hueco de la pieza; la techumbre, muy levantada, con mucha corriente, porque, como no hallaron la invención de la teja, érales necesario empinar mucho los techos por que no se les lloviese la casa. La techumbre de este templo se mostraba ser de carrizo y cañas delgadas y hendidas por medio, de las cuales hacen estos indios unas esteras pulidas y muy bien tejidas a manera de esteras moriscas, las cuales, echadas cuatro, cinco o seis unas sobre otras, hacen una techumbre por de fuera y dentro vistosa y provechosa, que no las pasa el sol ni el agua. Dende esta provincia en adelante, por la mayor parte, no usan los indios de la paja para techar y cubrir sus casas sino de las esteras de cañas.

Sobre la techumbre del templo había, puestas por su orden, muchas conchas grandes y chicas de diversos animales marinos, que no se supo cómo las hubiesen llevado la tierra adentro, o es que también se crían en los ríos tantos y tan caudalosos como por ella corren. Las conchas estaban puestas lo de dentro afuera, por el mayor lustre que tienen, entre las cuales había, asimismo, muchos caracoles de la mar de extraña grandeza. Entre las conchas y los caracoles había espacios de unos a otros, porque todo iba puesto por su cuenta y orden. En aquellos espacios había grandes madejas de sartas, unas de perlas y otras de aljófar, de media braza en largo, que iban tendidas por la techumbre, descendiendo de grado en grado, que adonde se acababan unas sartas empezaban otras, y hacían con el resplandor del sol una hermosa vista. De todas estas cosas estaba el templo cubierto por de fuera.

Para entrar dentro, abrieron unas grandes puertas que eran en proporción del templo. Junto a la puerta estaban doce gigantes entallados de madera, contrahechos al vivo, con tanta ferocidad y braveza en la postura que los castellanos, sin pasar adelante, se pusieron a mirarlos muy de espacio, admirados de hallar en tierras tan bárbaras obras que, si se hallaran en los más famosos templos de Roma, en su mayor pujanza de fuerzas e imperio, se estimaran y tuvieran en mucho por su grandeza y perfección. Estaban los gigantes puestos como por guardas de la puerta para defender la entrada a los que por ella quisiesen entrar.

Los seis estaban a la una mano de la puerta y los seis a la otra, uno en pos de otro, descendiendo de grado en grado de mayores a menores, que los primeros eran de cuatro varas de alto y los segundos algo menos, y así hasta los últimos.

Tenían diversas armas en las manos, hechas conforme a la grandeza de sus cuerpos. Los dos primeros, uno de cada parte, que eran los mayores, tenían sendas porras guarnecidas al postrer cuarto de ellas con puntas de diamantes y cintas de aquel cobre, hechas ni más ni menos que las porras que pintan a Hércules, que parecía que por éstas se hubiesen sacado aquéllas, o por aquéllas éstas. Tenían los gigantes las porras alzadas en alto con ambas manos con ademán de tanta ferocidad y braveza (como que amenazando dar al que entraba por la puerta), que ponía espanto.

Los segundos, uno de un lado y otro de otro, que éste es el orden que todos llevaban, tenían montantes hechos en madera, de la misma forma que lo hacen en España de hierro y acero. Los terceros tenían bastones diferentes de las porras, que eran a manera de espadillas de espadar lino, largos de braza y media, rollizos de los dos tercios primeros y el postrero se ensanchaba poco a poco hasta rematar en forma de pala. Los cuartos en orden tenían hachas de armas grandes conforme a la estatura de los gigantes; la una de ellas tenía el hierro de azófar, la cuchilla era larga y muy bien hecha, y de la otra parte tenía una punta de cuatro esquinas y de una cuarta en largo. La otra hacha tenía otro hierro, ni más ni menos, con punta y cuchilla, sino que, para mayor admiración y extrañeza, era de pedernal.

Los quintos en su orden tenían arcos del largo de sus cuerpos, enarcados, con las flechas puestas como para las tirar. Los arcos y las flechas estaban hechas en todo el extremo de curiosidad y perfección que estos indios tienen en hacerlas. El casquillo de la una de ellas era de una punta de cuerna de venado labrada en cuatro esquinas; la otra flecha tenía por casquillo una punta de pedernal de la misma forma y tamaño de una daga ordinaria.

Los sextos y últimos tenían unas muy largas y hermosas picas con los hierros de cobre. Todos ellos, así como los primeros, parecía que amenazaban herir con sus armas a los que querían entrar por la puerta: unos puestos para herir de alto abajo, como los de las porras; otros de punta, como los de los montantes y picas; otros de tajo, como los de las hachas; otros de revés, como los de los bastones; y los flecheros amenazaban tirar de lejos. Y cada uno de ellos estaba en la postura más brava y feroz que requería la arma que en las manos tenía, y esto fue lo que más admiró a los españoles: ver cuán al natural y al vivo estaban contrahechos en todo.

Lo alto del templo, de las paredes arriba, estaba adornado como el techo de afuera con caracoles y conchas puestas por su orden, y entre ellas madejas de sartas de perlas y aljófar tendidas por la techumbre, que guardaban y seguían el pavimento del techo. Entre las sartas, caracoles y conchas, había en el techo grandes plumajes hechos de diversos colores de plumas, como las que hacen para su traer. Sin las sartas de perlas y aljófar que había tendidas por el techo, y sin los plumajes que había hincados, había otros muchos plumajes y madejas de aljófar y perlas colgadas de unos hilos delgados y de color amortiguado, que no se divisaba. Parecía que las madejas y plumajes estaban en el aire, unos más altos que otros, porque pareciese que caían del techo. De esta manera estaba adornado lo alto del templo de las paredes arriba, que era cosa agradable mirarlo.